Por N. REYNOL
Puede que sea cuestión de años o de una mayor percepción de la realidad, pero de un tiempo a esta parte llama con frecuencia mi atención la presencia en la calle de personas sin hogar, los llamados “sin techo”, que presentan un perfil visual común: varones, de alrededor de 50 años, escasa higiene, vestimenta desgastada, rostro abotargado, muestras de consumo de alcohol, mirada perdida (ausente) y, por lo común, arrastran un carrito que seguramente contiene su único patrimonio. Caminan lentos, mirando sin mirar, rastrean papeleras y recipientes, buscan sin saber qué, no piden ni acosan a las gentes y, sin embargo, su mirada es un grito de necesidad, compasión y auxilio.
Siempre me he preguntado por la otra vida de estas personas. El interés por conocerla me ha llevado al acercamiento a alguno de ellos y he encontrado personas introvertidas, solitarias y celosas de un pasado que, al mismo tiempo, añoran y desprecian. No tienen y tampoco quieren tener futuro; mejor dicho: no se lo plantean. Les importa solo lo inmediato, ni siquiera por la mañana importa lo que sucederá cuando llegue la noche y se acomoden en los escasos espacios que ofrecen las entradas de las tiendas cerradas, los bancos de la calle, los locales abandonados o los cobijos entre los árboles en mitad de un parque. Es una vida sin esperanza que todos desean abandonar, pero de la que muy pocos escapan.
Conocí y, alguna vez, conversé con un “sin techo”, Juan, que encontraba a diario, cuando caminaba hacia la oficina. Estaba siempre acomodado en un banco frente a un supermercado de alimentación. Tenía 47 años y me dijo ser víctima de la crisis y de su mala cabeza. Trabajó durante más de 20 años en una institución financiera, abandonó a su esposa y dos hijos por otra mujer…. Rompió a llorar y no pudo o quiso hurgar más en su pasado. Confesó su adicción a la bebida desde que estaba en la calle y la pérdida total de autoestima. Todo le daba igual. Solo pretendía sobrevivir con lo que le daban los empleados del supermercado, asearse de vez en cuando en la casa de baños del Ayuntamiento y dormir en las sala de urgencia de un hospital cercano, cuando burlaba la vigilancia de sus empleados o evitaba la intervención de los policías.
Juan, desapareció un día. No le volví a ver, pero pasados unas jornadas me sorprendió ver unas flores en el banco que ocupaba habitualmente. Indagué, la cajera del supermercado cercano me informó que a Juan le encontraron muerto una madrugada días pasados. Ella, que le ayudaba con frecuencia, acudió al Anatómico Forense donde le informaron que el cadáver permanecía allí a la espera de encontrar a su familia.
Después no he sabido más, pero continúo reflexionando sobre las consecuencias que tienen en el trascurso de la vida determinados comportamientos y acciones; buenas o malas tienen siempre consecuencias. Ya lo versa un excelente poeta, evocando a Gil de Biedma: ¡Qué razón tenías entonces! ¡Qué real es la certeza! Que la vida iba en serio uno lo comprende tarde.