Por N.REYNOL
El barrio ya ha cumplido setenta y con el paso de los años ha ido cambiando su configuración urbana: ampliación de las aceras, limitación de los aparcamientos, recuperación de los jardines, plantación de árboles, colocación de nuevas señales de tráfico….Pero también han cambiado sus habitantes, las gentes del barrio, que hace un tiempo encontraron su hogar en una zona dinámica y joven con condiciones urbanísticas y ambientales que garantizaban un presente confortable y un futuro de esperanza. Actualmente, las personas de edad, los viejos, aquellos jóvenes de los años sesenta, generalmente, pasean las calles del barrio para “matar la tarde” buscando una compañía que, no siempre, encuentran. El progreso ha generado bienestar y mayor calidad de vida, pero también ha traído un océano de soledad, asociado habitualmente a la tristeza producida por la pérdida de personas cercanas y queridas. Esta soledad, difícil de combatir, tiene carácter emocional y se instala no solo en el cerebro, también en el corazón.
Hay una soledad propia de la vejez. Crece por la mayor esperanza de vida, al menos, en los países industrializados; sin embargo, no tiene explicación que un logro biológico y social de esta envergadura no esté acompañado de otros que eviten o, al menos, mitiguen la soledad no deseada. Posiblemente, vivir más años y soledad forman un binomio inseparable. Están íntimamente interrelacionados, aunque la mayor esperanza de vida, morir con más años, es una cuestión biológica mientras la soledad es un sentimiento, un estado anímico, difícil o imposible de controlar, incluso, con la colaboración de las personas interesadas; y en el caso de los viejos, bien por su vulnerabilidad, bien por la dependencia afectiva de personas que dejan de convivir con ellos, la soledad encuentra un lugar en el que acampar y desarrollarse
Se han creado y establecido servicios y prestaciones que resuelven problemas de atención personal de los ancianos liberando a sus familiares de tareas duras y permanentes, pero no existen remedios para paliar los efectos de la soledad que ya se acepta a nivel global como algo consustancial con el estado de salud y la excesiva edad. El progreso económico y social de nuestra sociedad ha contribuido a mejorar las condiciones materiales de vida, pero sigue sin ofrecer una respuesta, en este ámbito, a miles de personas cuyo bienestar anímico quedó en el pasado.
En cualquier caso, es conveniente no olvidar que vivimos en una sociedad de personas anónimas, en la que domina el egoísmo y el desinterés. Estas calificaciones no son exageradas, basta comprobar cualquier comunidad de vecinos, en la que el
desconocimiento y la ignorancia, de unos con otros son los patrones normales de convivencia. La comunidad no es un lugar idílico, falta comunicación, solidaridad y el colectivo humano que la habita es un conjunto agregado de personas que carecen de valores comunes.
Lo expresado en estas líneas no es una crítica al trato que reciben los ancianos, a pesar de que en su cuidado también se producen malas prácticas en ocasiones. Seguro que, la mayor parte de las familias que conviven con personas mayores, cuidan de ellos lo mejor que saben. Pero además, su quehacer diario no se limita a atender a una persona mayor, tienen otras muchas obligaciones y, especialmente, la de acudir a su trabajo que no admite excusas ni tampoco ausencias.
La presente reflexión sobre la vida solitaria de los viejos acude a mi mente en múltiples ocasiones, tras ver en las calles y el parque del barrio el paso cansino de gentes que, hasta hace poco, paseaban en compañía y ahora caminan con su soledad y sus recuerdos.